Acabó de leer la carta.
La dejó caer sobre el escritorio, junto a ese jarrón ahora vacío en el día de
su cumpleaños, mientras él tomaba asiento para asimilar la situación. Era
cierto que habían pasado por su vida una cantidad de mujeres inimaginable, de
las que solo le quedaba un vago recuerdo, como si todos sus recuerdos fueran
propios de sueños. Unos sueños que ahora intentaba recordar, pero solo le
quedaban imágenes borrosas. A raíz de la carta, empezó a cavilar sobre la niña
de su edificio, la joven que marchó a Innsbruck y retornó a Viena para poder
verle, la mujer con la que consumó el amor en su cama hasta tres veces, fruto
del ahora difunto hijo que tuvieron en común, y la mujer a la que hacía
aproximadamente un año logró volver a embaucar para llevársela a la cama. Pero
su esfuerzo fue en vano. Había conocido una infinidad de mujeres a lo largo de
su existencia, y le era imposible esclarecer la identidad de la desconocida y
relacionar las diferentes mujeres de las que se hablaba en la carta.
Pasaban las horas y
seguía pensativo, sin reconocer el rostro de su remitente. Exasperado, en un
brote de cólera cogió el jarrón azul de su escritorio y lo machacó en el suelo
con todas sus fuerzas, dejándolo despedazado, reducido a pequeños trozos sin
sentido alguno. De repente, comenzó a emanar de aquel estropicio un halo de
salvación, de esperanza: era el espíritu de de la desconocida. Esta le brindó
la oportunidad de compensarla, para lo que le ofreció una vida sin
complicaciones junto a ella y su hijo en el más allá. Para sorpresa del
escritor, la simple aparición le produjo nostalgia y le hizo recordar todos y
cada uno de los momentos que había pasado junto a ella, como si los difuminados
sueños se hubieran tornado, en segundos, nítidas imágenes que no cesaban de
reproducirse en su mente. Sin dudarlo, viendo la desdichada vida que había
llevado la desafortunada mujer, el hombre aceptó partir con ella y su hijo al
Paraíso, donde serían felices eternamente.
Sin ningún tipo de
previsión, aquel espíritu se hizo más y más grande, cubriéndose a su vez de un
color rojizo que emanaba mal por todas partes y apestaba a azufre: era el
mismísimo diablo que se había transformado en los recuerdos más profundos del
escritor. Dispuesto a propiciarle la estocada final, abrió la ventana para
obligarle a ser, como en sus novelas, el autor, pero esta vez de su propia
muerte.
Al borde del abismo, una
intensa ráfaga divina atravesó la ventana, dejando solo al escritor, tirado en
el suelo de su habitación, aquella en la que había escrito más capítulos
amorosos que libros, de los que solo recordaba uno, y decidió escribirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario