domingo, 8 de noviembre de 2015

Carta de un viejo conocido



Acabó de leer la carta. La dejó caer sobre el escritorio, junto a ese jarrón ahora vacío en el día de su cumpleaños, mientras él tomaba asiento para asimilar la situación. Era cierto que habían pasado por su vida una cantidad de mujeres inimaginable, de las que solo le quedaba un vago recuerdo, como si todos sus recuerdos fueran propios de sueños. Unos sueños que ahora intentaba recordar, pero solo le quedaban imágenes borrosas. A raíz de la carta, empezó a cavilar sobre la niña de su edificio, la joven que marchó a Innsbruck y retornó a Viena para poder verle, la mujer con la que consumó el amor en su cama hasta tres veces, fruto del ahora difunto hijo que tuvieron en común, y la mujer a la que hacía aproximadamente un año logró volver a embaucar para llevársela a la cama. Pero su esfuerzo fue en vano. Había conocido una infinidad de mujeres a lo largo de su existencia, y le era imposible esclarecer la identidad de la desconocida y relacionar las diferentes mujeres de las que se hablaba en la carta. 





Pasaban las horas y seguía pensativo, sin reconocer el rostro de su remitente. Exasperado, en un brote de cólera cogió el jarrón azul de su escritorio y lo machacó en el suelo con todas sus fuerzas, dejándolo despedazado, reducido a pequeños trozos sin sentido alguno. De repente, comenzó a emanar de aquel estropicio un halo de salvación, de esperanza: era el espíritu de de la desconocida. Esta le brindó la oportunidad de compensarla, para lo que le ofreció una vida sin complicaciones junto a ella y su hijo en el más allá. Para sorpresa del escritor, la simple aparición le produjo nostalgia y le hizo recordar todos y cada uno de los momentos que había pasado junto a ella, como si los difuminados sueños se hubieran tornado, en segundos, nítidas imágenes que no cesaban de reproducirse en su mente. Sin dudarlo, viendo la desdichada vida que había llevado la desafortunada mujer, el hombre aceptó partir con ella y su hijo al Paraíso, donde serían felices eternamente.

Sin ningún tipo de previsión, aquel espíritu se hizo más y más grande, cubriéndose a su vez de un color rojizo que emanaba mal por todas partes y apestaba a azufre: era el mismísimo diablo que se había transformado en los recuerdos más profundos del escritor. Dispuesto a propiciarle la estocada final, abrió la ventana para obligarle a ser, como en sus novelas, el autor, pero esta vez de su propia muerte. 

Al borde del abismo, una intensa ráfaga divina atravesó la ventana, dejando solo al escritor, tirado en el suelo de su habitación, aquella en la que había escrito más capítulos amorosos que libros, de los que solo recordaba uno, y decidió escribirlo.



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